Una innovación real: El teletrabajo público

25 de Marzo 2017 Columnas Noticias

Durante noviembre pasado fue publicada la Ley 20.971, que “concede aguinaldos y beneficios que indica” -llamada la ley de reajuste del sector público-. Aunque la Carta Constitucional puso en desuso las llamadas leyes misceláneas, la ley de presupuesto y esta son buenos ejemplos de la subsistencia encubierta de aquellas, pues al lado de las materias principales que abordan, siempre se refieren otras que, muchas veces, son el punto de ensayo de cambios relevantes en la Administración del Estado. En el caso de esta ley, al lado de los aguinaldos, introdujo varias novedades que escapan desde luego al nombre de aquella.

Una de estas nuevas prescripciones está contenida en su artículo 43, que faculta temporalmente -años 2017 y 2018- al director nacional del Instituto Nacional de Propiedad Industrial (Inapi) para eximir del control horario de jornada de trabajo hasta al 10% de la dotación máxima del personal del servicio, salvo directivos y jefaturas, quienes podrán realizar sus labores fuera de las dependencias institucionales, mediante el uso de medios informáticos dispuestos por el servicio. Adicionalmente, queda entregada a este director la regulación de los criterios de selección del personal que voluntariamente desee sujetarse a esta modalidad, las áreas que puedan acogerse, los mecanismos de encargos y asignación de tareas, relacionándolo siempre con la cantidad y calidad del trabajo en el oficio público, y, por supuesto, los mecanismos de rendición de cuentas de las labores, la seguridad que debe cumplir el uso de estas tecnologías y el correspondiente modo de ejercer el control jerárquico que subyace en la función pública, todo esto en el marco de un convenio que debe realizar el funcionario con el servicio. Esa ley también dispone que a estos funcionarios no se les aplica el régimen de horas extraordinarias y, desde luego, queda en manos de esta autoridad poner término a los convenios por razones de buen servicio.

Como se ve, esta norma introduce lo que, en el mundo laboral desde hace muchos años, dejó de ser novedad. El llamado teletrabajo nunca se ha visto con buenos ojos en el ámbito de nuestra Administración Pública, acostumbrada a un modelo weberiano, donde importa la jerarquía presencial (potestad de mando y deber de obediencia personal), el número de funcionarios, la cantidad de escritorios, las horas extraordinarias y donde siempre hay cierto ambiente de distancia respecto de los modelos de productividad o de gestión por resultados y mucha desconfianza en la autodisciplina. 

Lo que se identifica con un buen lugar de trabajo en el mundo privado estaba vetado para el funcionario público chileno, que sigue anclado a las rigideces estatutarias, aunque el mundo entero vaya en sentido contrario, como en aquel chiste del gallego en la autopista. Lo curioso es que muchas administraciones públicas han incorporado el teletrabajo en su ordenamiento desde hace muchos años, sin que el ejemplo siquiera provenga de los países OCDE, como ilustra la situación de Colombia que desde el 2008 tiene una ley que regula de modo general esta circunstancia. El modelo es normalmente el siguiente: la definición de la función que puede acogerse a la modalidad, el número de funcionarios, la medición y determinación de lo que se espera de estos, el sistema de ejercicio de la jerarquía y, por supuesto, el necesario convenio que determine las precisas obligaciones y el tiempo de la medida, siempre sujeto a una posible revocación de la misma.

Esta modalidad de trabajo suele estar en leyes generales referidas a la función pública, que no es nuestro caso. Acá hace tiempo que decidimos mudar las condiciones regulares de la función pública en leyes especiales dictadas fuera del curso general (que permiten la aplicación del Código del Trabajo, asignaciones especiales o indemnizaciones distintas) o contenidas en leyes misceláneas que son de muy difícil escrutinio, que sin referirse al estatuto terminan por hacerlo inaplicable. Este es el caso actual, que contiene una norma revolucionaria al lado de los aguinaldos del sector público.

En todo caso, debemos dejar claro que la prudencia indica que tamaña transformación (que genera mejor calidad de vida, mejor ambiente y quizás mayor productividad) requiere de un período de aprendizaje cabal, que permita recoger la experiencia de su instalación, antes de que bajo el discurso de ser innovadores terminemos por arrasar el funcionamiento normal y sabido de nuestro Estado. Desde esta perspectiva, el servicio escogido es propicio para ponderar la bondad del experimento, en relación con su tamaño, la naturaleza de sus funciones, la profesionalidad de sus trabajadores, su cotidianidad ya de larga data con el uso de las tecnologías de la información y el carácter de su dirección.

Si el ensayo que la ley permite resulta, y el aprendizaje de las experiencias y dificultades abona su reproducción como sistema de trabajo en el Estado, habremos dado -aunque tardíamente- pasos de real innovación y quizás entonces esta Administración Pública (y cualquiera de los servicios que la conforman) pueda estar entre los primeros lugares de los mejores lugares para trabajar. Es que al fin de cuentas, medidas legales concretas, susceptibles de evaluación, que inciden en productividad y calidad de vida, son las soluciones que los ciudadanos esperan, antes que las recetas estructurales que puedan dar los arquitectos ideológicos de transformaciones globales de la sociedad. 

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