Período presidencial

13 de Septiembre 2017

Ante la posibilidad de reformar o de redactar una nueva Constitución (en cuyo caso, como he planteado en otras ocasiones, habría que considerar la tradición constitucional que se encuentra en la base de nuestra convivencia como país), me parece que lo primero que debería hacer la clase política es repensar el período presidencial. No creo que Chile requiera encaminarse hacia un régimen semipresidencial ni mucho menos hacia un sistema parlamentario. Más bien, deberíamos preguntarnos si cuatro años es suficiente para llevar a cabo un programa serio y responsable.

Los chilenos han sido testigos de lo pernicioso que es gobernar a mata caballo; si a eso le sumamos la casi insaciable necesidad que ha tenido la administración actual de refundar las estructuras del sistema político-económico, entonces la gravedad de la situación es aún más patente. De las muchas características positivas que tenían los períodos presidenciales de seis años, la capacidad de diagnóstico y de reacción era quizás la más sobresaliente: los presidentes y sus ministros podían ingresar a La Moneda portando un discurso más o menos reformista, pero los remedios a introducir dependían de una realidad concreta. Por el contrario, cambiar el mundo en cuatro años sólo puede hacerse vía ingeniería social y de espaldas a la solidez empírica.

En este escenario una solución sería regresar a los sexenios y fomentar acuerdos amplios que vayan más allá de la inmediatez de la coalición gobernante.

Otra opción —más osada pero no por eso menos sugerente— sería emular el ejemplo de Estados Unidos y tener períodos de cuatro años con la posibilidad de reelección inmediata. Esto fomentaría, como bien dice el profesor Alan Angell, la legitimidad del voto y pondría a prueba la viabilidad de los programas de gobierno. Si un presidente es impopular, seguramente perdería la reelección. En caso de ser popular, permitiría la consolidación de su gobierno en ocho años y con los ojos puestos en el largo plazo.

Por supuesto, alargar el período presidencial no significa introducir la reelección indefinida, tan de moda en las constituciones de corte bolivariano.

Simplemente, significa poner a prueba a los gobiernos con el fin de hacerlos más conscientes de su responsabilidad administrativa. Después de culminar el octavo año en el poder, los presidentes salientes no podrían (re)elegirse en ningún cargo de elección popular, permitiendo así la renovación que tanto hemos echado en falta en los últimos doce años. Además, es probable que la participación electoral aumentaría y que las falencias del voto voluntario serían eclipsadas por esta suerte de veredicto en el que se transformaría la elección presidencial. Con ello, ganarían la democracia representativa, la eficiencia y la participación ciudadana tres cuestiones que hoy parecen más necesarias y urgentes que nunca.

Publicado en La Segunda.

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