Muerta la gratuidad, viva la responsabilidad

20 de Junio 2016 Noticias

Han pasado 30 meses desde que el Programa de la Nueva Mayoría prometiera “gratuidad universal y efectiva de la educación superior, en un proceso que tomará 6 años”. Las voces de alerta no se hicieron esperar. ¿Por qué incurrir en la regresividad propia de la idea? ¿Por qué dar gratuidad a gente que en el futuro podría pagar? ¿Por qué no centrar los esfuerzos en otros proyectos de mayor rentabilidad social en los que sí se origina la desigualdad? Y la pregunta más básica: los recursos, incluyendo reforma tributaria, ¿alcanzarían?

Como era de esperar, las irresponsables expectativas generadas finalmente se estrellaron contra el muro del realismo. Los números, simplemente, nunca cuadraron. La gratuidad no se puede “pagar” si no es con crecimiento económico, ha reconocido finalmente la ministra de Educación. Y ante la demanda de condonar las deudas de Créditos con Aval del Estado (CAE), el ministro de Hacienda ha señalado que vamos a tener CAE por mucho tiempo más.

Las frases son liberalizadoras. Aniquilan la idílica idea de la gratuidad y permiten centrar el debate en el real desafío: el diseño de un sistema de financiamiento de la educación superior justo, solidario y responsable. Pero eso no parece estar ocurriendo.

Para cuadrar el círculo presupuestario se han vuelto a plantear fórmulas que no existen en ninguna parte del mundo. Nos referimos al impuesto a los graduados (IG). Por supuesto, no se trata de gratuidad sin letra chica para el estudiante como erróneamente se ha planteado. Es más bien un reconocimiento de que este deberá pagarla, pero de una forma ineficiente, irresponsable e injusta.

Partamos por lo más obvio. Un impuesto específico a un título de educación superior, ¿no desincentivaría la inversión en capital humano? Por supuesto, pero los incentivos no han estado nunca en el interés de los iluminados. Tampoco la multiplicidad de problemas prácticos que tal esquema importaría (Espinoza y Urzúa 2015).

Pero su bien mayor, se dice, sería la solidaridad del tributo: profesionales de mayores ingresos terminarían pagando varias veces el costo de su carrera en aras de financiar la educación de los graduados con ingresos insuficientes. ¿No hay acaso formas más inteligentes de financiar la solidaridad? Ciertamente. No hay necesidad de gravar el mérito y esfuerzo, ni afectar caprichosamente las decisiones de las personas. Es que, en el fondo, el IG busca un divorcio total entre el costo de la educación y la retribución de los futuros graduados, lo que genera graves distorsiones.

Descartada la mala idea, ¿sobre qué principios levantar un sistema de financiamiento justo, solidario y responsable? Primero, reconociendo que existen beneficios privados y sociales de una educación de calidad. Segundo, diferenciando la condición socioeconómica de la familia del estudiante de la del futuro graduado.

Si consideramos estos elementos, un moderno, amplio y solidario sistema de crédito contingente al ingreso (CCI) es la mejor opción. Por de pronto, es la base sobre la cual reposan países como Australia, Nueva Zelandia o Inglaterra. Es también el camino -suele olvidarse- que la OCDE recomendó a nuestro país. Bien diseñado este sistema, implica que, independiente del origen socioeconómico, todo estudiante pueda elegir no destinar recursos económicos durante sus años de estudio, para luego retribuir según sus posibilidades por un determinado número de años y en función de lo adeudado (ahí la gran diferencia con el IG). ¿No es esto más justo?

Y hablando de solidaridad, no olvidemos el esfuerzo de las familias más vulnerables. En ellas, la pérdida de una fuente de ingreso cuando uno de sus miembros opta por estudiar se erige en una poderosa barrera de entrada e incentivo a la deserción. Por eso, en estos casos, es fundamental complementar el CCI con un programa de becas de mantención, tema totalmente ausente del debate.

¿Cómo financiar la solidaridad de tal esquema? De forma responsable y justa. Y para eso es necesario reconocer que la educación superior de calidad también trae consigo beneficios sociales. Por eso, todos -y no solo un grupo, como propone el IG- deben financiar su componente solidario (pero no el sistema completo). 

Aún estamos a tiempo de evitar más daños, pues los recursos de la reforma tributaria más que alcanzarían para financiar un sistema de CCI justo y solidario. No son necesarios más impuestos ni nuevas distorsiones. El esfuerzo tributario ya se hizo (y está costando caro). Lo responsable es utilizar en forma eficiente los recursos existentes. Porque si algo aprendimos durante los últimos 30 meses es que Chile no puede volver a caer en promesas vanas y en atajos irresponsables.

*Columna escrita junto a Sergio Urzúa, ClapesUC y Universidad de Maryland.

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