Los des-sofocados de la Sofofa

4 de Junio 2017 Columnas

En el inicio de su discurso como presidente de la Sofofa, Bernardo Larraín agradeció con cierta ironía el “apoyo fundamental para estos niños ya cincuentones’1. Esta frase no es casual y obedece a una realidad digna de analizar. Conversando con una gran amiga, reflexionábamos sobre nuestra generación, esa generación entre cuarentones y cincuentones con interés por lo público. Han existido grandes promesas. En el mundo político la figura de Carolina Tohá (52) es, en cierto sentido, simbólica. Fue la gran musa del progresismo. Incluso, se especulaba que sería la futura Presidenta de Chile. Los príncipes de la DC tampoco descollaron como prometían. Hoy tienen más canas y guata que posibilidades de alcanzar el poder.

En el plano empresarial, no hay protagonistas de nuestra generación que hayan formado incipientes grupos económicos, ni siquiera nuevas grandes empresas. Esa creación de riqueza fue obra de la generación anterior, la de los abuelos. Incluso, en el ámbito intelectual, tampoco hay figuras demasiado sobresalientes.

Aunque hay algunas excepciones y evidentemente no se puede generalizar, fuimos una generación que vivió y se formó bajo el orden y la normalidad. Fuimos testigos de cómo el país crecía y se desarrollaba exitosa y armónicamente. En definitiva, crecimos y maduramos en el período de los consensos y del progreso. La generación anterior, en cambio, vibró y también sufrió con los sueños sesenteros. En resumen vivió la polarización y la lucha durante el gobierno de la Unidad Popular, una economía en ruinas, el Golpe de Estado y la dictadura. Sin ser un gran conocedor o seguidor de Durkheim, estas circunstancias tan diferentes de alguna forma forjan el carácter de ambas generaciones. La generación de los que ya son abuelos la tuvo difícil. La nuestra, no tanto.

José Zalaquett, en Idealista sin Ilusiones dice: “Mi generación -la de los abuelos- soñó y despertó con pesadillas, la generación de los hijos vio la pesadilla de los padres y vivió azorada, y la generación de los nietos se atreve a soñar de nuevo y ojalá no despierte con pesadillas también” (p. 16). Aunque su juicio se puede enmarcar dentro de un contexto político, pienso que así como los sueños marcaron a los abuelos, nuestra “azorada” generación estuvo más bien cómoda. Y en cierta medida, como lo vivió en carne propia Bernardo Larraín y lo sugirió en su discurso, incluso sofocada y reprimida por el liderazgo de los abuelos.

Recuerdo una peliaguda reunión de un consejo extraordinario de Transparencia Internacional para tratar la polémica filtración de un informe que involucraba al candidato Piñera en un caso de información privilegiada. Mientras Patricio Aylwin presidía la discusión, Jorge ‘Pirincho’ Navarrete, otra prometedora figura que hoy es un gran columnista de este medio, hizo un comentario. Un prócer de la DC lo refutó iniciando su contraargumento con un “Jorgito, Jorgito…”. El tono de su intervención manifestaba algo más que una simple desavenencia; transpiraba un paternalismo casi autoritario. Al salir, Navarrete renunció a dicha instancia.

La naturaleza humana resiste y resiente dejar el poder. En la política, el oficio que mejor refleja la complejidad de nuestra naturaleza y el inevitable atractivo por el poder, esto es mucho más notorio y evidente.

A los que vienen escalando, les cuesta mucho. Y no por falta de ganas o empuje, sino porque han sido taponeados e incluso pisoteados por los que todavía se aferran al poder. Es duro ceder, pasar la posta. Basta ver el caso de la UDI, que se farreó un liderazgo moderno como el de Jaime Bellolio (la actual presidenta de la UDI, Jacqueline van Rysselberghe, aparece como el personaje con mayor rechazo en la última encuesta CEP). O la lucha de Evópoli, un partido nuevo y joven, por abrirse espacios. Pero este fenómeno de mantenerse aferrados al poder y al statu quo se extiende mucho más allá de la política y permea diversos ámbitos.

En nuestro país, la falta de renovación es evidente en muchas instituciones. Hay múltiples ejemplos de instituciones que celebran los años de servicio. En el mundo de las políticas públicas está el caso de Cieplan. Su importancia histórica es fundamental. Hoy, su presidente es Alejandro Foxley (78), una figura que merece esto y mucho más. Pero lo acompañan Patricio Meller (77) como director de investigación y Pablo Piñera (66) como director ejecutivo. En el grupo de “investigadores seniors” están José Pablo Arellano (65), René Cortázar (65), Manuel Marfán (64) y solo una mujer. Bernardita Escobar (ya casi cincuentona). Se puede seguir con la lista de los consejeros de Libertad y Desarrollo, cuyo presidente es Carlos Cáceres (76). Y sin ir tan lejos, en el CEP fui durante muchos años el miembro más joven hasta que llegó Cario Solari.

Por mucho que uno valore la experiencia y sobre todo la trayectoria de la generación anterior cualquier espectador objetivo notaría que el peso del statu quo en nuestro país ha sido tal vez demasiado gravitante. El peso específico de la generación de los abuelos, así como la comodidad que ha caracterizado a nuestra generación pueden explicar la ausencia de liderazgos sobre la que reflexionábamos. Afortunadamente, lo que sucedió en la Sofofa es un contraejemplo tan notable como admirable. Las transiciones, por cierto, son difíciles. Pero Bernardo Larraín, a quien me une una profunda amistad y lazos familiares, mostró tanta valentía en su decisión como prudencia durante su campaña. Es alentador ver lo que logró con su equipo. Y es loable el “cómo” lo lograron. Por eso, la noticia de que llegan al timón de la Sofofa “estos niños ya cincuentones” con una mirada moderna y una visión del siglo XXI debe ser celebrada y bienvenida. En fin, chapeau a los líderes de esta oportuna y necesaria renovación.

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