Las “bacheletadas” del primer tiempo

7 de Febrero 2016 Noticias

Escuela de Gobierno

La Tercera

Si el gobierno de Piñera nos divertía con las “piñericosas”, ahora entramos en la era de las “bacheletadas”. Cuando todavía no se cumple ni la mitad de su gobierno, parece que en Chile pasamos de la risa al mal humor. Hay buenas razones para ello. Si con Piñera el país crecía, ahora crecemos a tasas cada vez más bajas. Y una anacrónica reforma laboral amenaza con hipotecar nuestro crecimiento futuro. Aunque afortunadamente las bajas expectativas para la economía y la incertidumbre externa han encendido algunas luces de alerta, sufrimos la crisis del voluntarismo político de Bachelet y sus consecuencias.

Ella ha mostrado un liderazgo complejo, guiado por la primacía de su programa. Con elevados niveles de desaprobación, la contumacia se mezcla con la lógica política de las lealtades. Pareciera que a los ojos de la Presidenta sólo la CUT y el PC son leales. Basta ver la discusión de la reforma laboral, el despecho con que trata a algunos colaboradores y el hermetismo reverencial que rodea a su íntimo círculo palaciego.

Bachelet regresó a Chile para realizar los grandes cambios. Bajó del norte con ínfulas transformadoras. En las alturas de su popularidad escuchó el llamado a realizar los grandes cambios estructurales y contraculturales. Inspirada por una lectura equivocada de la realidad del país, se subió a la ola del descontento para enmendar el rumbo. Ciertamente, existía cierto consenso sobre la necesidad de cambios. Pero el problema no han sido los cambios, sino el despelote y la improvisación. En vez de privilegiar la reflexión y la rigurosidad, se optó por la premura y el dogmatismo. La verdad revelada del programa reemplazó la sensatez y la cordura.

Las promesas del programa de Bachelet fueron alentadas, o mejor dicho azuzadas por el furor del movimiento estudiantil. Las marchas entusiasmaron a jóvenes y adultos. Pero en el gobierno de la Nueva Mayoría se produjo una curiosa complicidad entre jóvenes idealistas y abuelos autoflagelantes. Los ánimos refundacionales no los generaron los románticos sueños juveniles. Ellos simplemente llamaron la atención sobre una serie de problemas que debían enfrentarse. No soy experto en Freud, pero pareciera que una especie de sentimiento de culpa alimentó el entusiasmo de muchos abuelos de izquierda. Avergonzados de la Concertación, avalaron y avivaron la fogata refundacional. Basta recordar las primeras declaraciones del ex ministro de Educación Nicolás Eyzaguirre celebrando a “los estudiantes libres por las anchas Alamedas” y sintiéndose parte “del grito libertario por una educación desmercantilizada”. Para qué hablar de su inexplicable autocrítica posterior.

El sueño del socialismo retrógrado había despertado en la elite de gobierno. Los abuelos rejuvenecieron. Nuevamente se sintieron jóvenes. Recordaron los viejos tiempos. Y emprendieron sus inconclusos y añorados sueños sesenteros. Con la popularidad de Bachelet en las nubes, los ideales desplazaron a la realidad, las emociones reemplazaron a la razón y la buena onda pareció sustituir esa rigurosidad que nos había caracterizado y por la cual éramos admirados. Así comenzó el ocaso de nuestras políticas públicas. Las grandes reformas de Bachelet, con sus problemas de diseño e implementación, reflejan esta agonía.

Para esta generación de las rejuvenecidas abuelas y abuelos de la izquierda, esta época de cambios debía convertirse en un cambio de época. Debía ser “su” cambio de época, el de Bachelet. Si la aplanadora parlamentaria era un hecho, la retroexcavadora fue la metáfora más apropiada. La arremetida contra el cruel mercado y el despiadado capitalismo exaltaban el frenesí de los viejos tiempos. Había que entrar a picar el modelo. El demonizado lucro y el mercado se convirtieron en la nueva bandera de lucha. Debía renacer un país de ciudadanos prístinos y solidarios bajo un fortalecido Estado protector. Para ello, la inmaculada imagen de Bachelet convertiría a los escépticos e iluminaría a los ciudadanos. Los derechos universales ya se habían postergado demasiado tiempo. Nuevamente llegó la hora de hacer posible lo imposible. Pero las reformas tropezaron una y otra vez. Y el caso Caval echó un balde de agua fría a la casta imagen presidencial. La madre dejó de ser ese símbolo de esperanza. Vino el realismo sin renuncia. Pero ella sigue adelante con su agenda.

La reforma tributaria, aprobada por los diputados en una histórica e irresponsable sesión fast track, fue un buen ejemplo del ímpetu transformador. Y del fracaso. Existía consenso en la necesidad de aumentar la recaudación y destinar dichos fondos a una educación de calidad. Pero desgraciadamente parece que ninguno de estos nobles objetivos se cumplirá. Lo que se ha hecho en educación es una comedia de errores que nadie entiende. En vez de preocuparnos de los niños y de la educación parvularia, que es lo que importa y hace la diferencia, parece que vamos a poner todos los huevos en la canasta de la educación superior, donde el enredo es incomprensible. Pero es el resultado de una batalla ideológica: el subsidio estatal no debía ser a la demanda, sino a la oferta. En palabras simples, la gratuidad a cambio del control estatal de las universidades. Otra promesa atizada por un capricho ideológico.

A ratos parece que la consigna es echar abajo el modelo sin importar lo que cueste. Ya cayó el binominal. La tramposa Constitución de 1980 es sólo otro legado de la dictadura. Abajo todo lo que huela a los voucher de Friedman. Al final, todo sería culpa de Pinochet y de los Chicago Boys. No hay casi nada rescatable o mejorable. Vaya insensatez. Pero lo más triste es que en este apasionado juego ideológico, la calidad de nuestras políticas públicas se desvanece.

Pronto se cumplirá la primera mitad del gobierno de Bachelet. Si las cosas se han hecho mal, todavía se pueden corregir. Esperemos que así sea. Y que no ocurra, como dijo un destacado comentarista, que sigamos con la cueca en pelotas. En fin, ya veremos cómo se nos viene marzo.

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