La dependencia de los intelectuales

7 de Junio 2017 Columnas

Ahora que estamos haciendo el balance del segundo gobierno de Bachelet, es necesaria también una reflexión sobre el papel que los intelectuales hemos representado en estos cuatro años, algo menos traumático de lo que la derecha temía, desproporcionadamente menos mesiánico de lo que sus partidarios esperaban. Creo, además, que la relación entre los discursos intelectuales y la sociedad en este período no solo es perfectamente exportable a los pasados gobiernos, sino que describe el modo habitual como se da este vínculo en la mayoría de los países occidentales.

Si hubiera que resumir en una palabra las posturas de los intelectuales a lo largo de estos cuatro años, esta debería ser la de dependencia. Sin llegar al servilismo -pantanos se podrían llenar solo con la tinta de críticas histéricas-, el Gobierno ha llevado la iniciativa en todo momento.

Solo hemos hablado de los temas propuestos por esta administración desde la perspectiva particular en que ha querido legislar. Si el Gobierno decidía encarar el problema de la universidad por el ángulo de la gratuidad, los intelectuales han escrito como especialistas en cuestiones económicas. Filósofos y arquitectos nos hemos limitado a hablar de las ventajas de la financiación pública sobre la público-privada; en ningún caso hemos discurrido acerca de las importantes reformas que la universidad chilena exige, la mayoría de las cuales nada tiene que ver con el dinero.

También hemos escrito sobre el aborto, nuevamente en los términos propuestos por el Gobierno. En las últimas semanas se ha discutido sobre la creación de un Ministerio de Ciencia y Tecnología, como si este, siempre más patoso y político, no fuese a replicar y posiblemente duplicar los problemas que Conicyt lleva arrastrando. Dado que el proyecto parecía incluir a las humanidades en las artes, hemos aceptado que aquellas debían ser financiadas por su importancia espiritual, sin que nadie haya enumerado la enorme cantidad de disciplinas humanísticas cuyo trabajo es incompatible con el del arte y cuyo contenido espiritual es, por cierto, muy escaso. La reforma constitucional ha sido el lugar donde más claramente se confirma esta dependencia. ¿Quién no ha reflexionado sobre la reforma como algo inminente, como si el país se ganara y se perdiera en la forma de una Constitución, como si la Constitución misma pudiera causar un nuevo Chile (lo que supone una validación inconsciente de un utopismo constitucional acrítico y falso)?

Tengo para mí que si el Gobierno decide mañana enviar un cohete a la Luna con una tonelada de arrollado huaso y una pareja de zorros culpeos, nosotros los intelectuales chilenos comenzaríamos a reflexionar sobre la validez y la viabilidad del proyecto para el desarrollo del país. Ninguno de nosotros escogería siquiera el silencio.

¿A qué se debe esta falta de iniciativa? El primer motivo es razonable: nadie, ni siquiera los intelectuales, quiere ser autista, vivir en esa manida y vacía torre de marfil. Todos queremos hablar sobre aquello que afecta a los demás, y como al menos los chilenos parecen estar seguros de que nada los trastornará tanto como las decisiones del Gobierno, escribimos de ellas. El segundo motivo no depende ya de los intelectuales, sino de los medios en los que estos escriben: los diarios y revistas solo publicarán colaboraciones del contenido más directamente político. En el momento en que el intelectual escriba sobre un tema con una perspectiva diferente de la directamente política, es difícil que el medio lo publique. No se trata obviamente de censura, sino de una selección de temas que convierte al intelectual en un periodista.

Nadie parece haber reparado en esta paradoja: solicitamos la voz de un intelectual para que opine de modo directo y concluyente, es decir, en contradicción con aquellas cualidades de reflexión y sofisticación por las que inicialmente le habíamos convocado. Si no es un erudito, el intelectual tampoco es un periodista.

Si Bachelet decide mandar un cohete a la Luna, el periodista está obligado a darle importancia, a hablar de ello con la misma objetividad con la que informaría sobre la reforma constitucional. Si el intelectual ipso facto se tomara en serio todos los proyectos políticos, su función propia desaparecería. Ya no ejerce la crítica, ya no mira con distancia, con una voz personal, capaz de ver una ventaja o una dificultad que nadie más que él había detectado. El intelectual no es el erudito: no habla de temas valiosos en sí para la eternidad del conocimiento. Pero el intelectual no es tampoco el espejo de la cotidianidad. Debe romperlo o rayarlo, para recordar que la realidad no es nunca idéntica a su primera impresión. Si acepta que la identidad social es plana y accesible, entonces se convertirá no en un periodista, sino en algo mucho más ridículo: un político sin poder.

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