La ceremonia del adiós

1 de Septiembre 2017 Columnas

No es común dar con un corolario que sea el resumen perfecto de la trama que lo antecede. En este caso, la caída del equipo económico del gobierno termina siendo la síntesis cristalina de una administración marcada a fuego por el sello de la desprolijidad, consumida casi desde el inicio por el descrédito, y vacía de liderazgo y conducción política. De algún modo, la frontera atravesada ayer por el Ejecutivo -el arribo obligado de su tercer ministro de Hacienda- a poco más de dos meses de la elección presidencial, reafirma la clausura definitiva de la Nueva Mayoría, fruto de una agonía adornada por elevados índices de desaprobación y, más recientemente, por el quiebre del eje histórico conformado por la DC y la izquierda.

En rigor, el fin del equipo económico encabezado por Rodrigo Valdés no puede entenderse en función de súbitas desconfianzas personales, sino como la coronación de una fractura ideológica que fue incrementándose en el tiempo y que concluye ahora con la salida del gabinete de aquellos que tenían al crecimiento como una genuina prioridad. La defenestración del ahora ex ministro de Hacienda es el símbolo de la derrota de esa pequeña cofradía, desenlace de una larga batalla perdida que hoy muestra como secuelas una abultada deuda pública, la carencia de recursos permanentes para asegurar el cumplimiento de las promesas gubernamentales y la rebaja en la evaluación crediticia de Chile efectuada por las clasificadoras internacionales.

Al final del día, la razón última de todo este derrotero fue siempre la rigidez ideológica de Miche-lle Bachelet, ese residuo íntimo con el que ella y su círculo buscaron desde el comienzo esclavizar a la realidad, hasta el punto de poner en tensión y en riesgo los avances de un ciclo histórico. Compañera de ruta de esa pretensión, la Nueva Mayoría apostó también a un programa de reformas de escasa densidad técnica, fundado en consignas estudiantiles y en el anhelo de una generación ‘progresista’ que soñaba con saldar sus últimas cuentas con la historia. El resultado entonces no podía ser otro: una elevada impopularidad, una coalición en bancarrota, un clima de desconfianza general y una Presidenta ensimismada por la adulación de sus cortesanos.

En resumen, Rodrigo Valdés y el equipo económico ya resignado eran las últimas piezas de un equilibrio imposible, engranajes de una maquinaria que no tenía cómo funcionar y que ahora se apresta simplemente a administrar los descuentos. En su reemplazo, a la cartera de Hacienda llega un ministro cuya convicción es que las actuales debilidades económicas del país son el resultado de la ‘mala pata’ y, por tanto, no tendrá mucho que aportar. A seis meses del final, para el gobierno la suerte ya está echada y la performance de ayer fue su mejor destilado. Para las fuerzas políticas que lo apoyan, en cambio, la ceremonia del adiós recién comienza: se acerca la hora de pagar el precio de la farra y asumir los estertores de la resaca; un tiempo casi tan prístino como el día de ayer, y donde podrán conocer de primera mano el juicio electoral de todo aquello que su Presidenta insiste en llamar ‘el legado’.

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