La alternancia

19 de Noviembre 2017

El nuevo triunfo de Sebastián Piñera ha venido a confirmar uno de los rasgos del ciclo inaugurado con la derrota de la Concertación en 2010: la alternancia en el poder definitivamente se instaló en nuestra normalidad democrática. Más allá de la significación que cada sector pueda atribuir a sus victorias y sus derrotas, el hecho es que el Chile de la transición, el país donde unos estaban condenados a ganar y otros a perder, se terminó para siempre.
Que el riesgo de la derrota se instale en el horizonte de los actores políticos conlleva consecuencias. En primer lugar, los gobiernos y las oposiciones dejan de sentirse impunes frente a su desempeño, saben desde el inicio que sus acciones pueden llevarlos a la pérdida del poder o a acceder a él. La instalación de este escenario de competencia efectiva contribuye a debilitar las pretensiones de superioridad moral o de legitimidad democrática excluyente. En rigor, el nuevo orden hace insostenible la idea de que los atributos para ser mayoría se encuentran en un solo lado. Ahora esos atributos no pertenecen a ningún sector, sino que deben ganarse en una contienda democrática donde la evaluación del gobierno de turno también está puesta en juego.
La alternancia en el poder tiene otra derivada significativa: todo proyecto político está obligado a definirse asumiendo que tiene al frente otro distinto, que también posee opciones de ser mayoritario. Por tanto, ya no se puede ofrecer cualquier cosa ni hablarle solo a los partidarios, como ocurre cuando la prolongada ausencia de alternancia lleva a pensar que el país “es” mayoritariamente de derecha o de centroizquierda. Cuando las mayorías no están escritas en los astros sino que se ganan o se pierden en la tierra, es más difícil que algún sector tenga la pretensión de imponer agendas fundacionales o lógicas de retroexcavadora. Saber que la posibilidad de convertirse en minoría se encuentra siempre a la vuelta de la esquina contribuye al final a la moderación.
Por último, la normalización de la alternancia posee una virtuosa y a la vez paradójica consecuencia: la amenaza del cambio de gobierno incentiva a asegurar la continuidad. Ningún sector en el poder quiere que su “legado” sea desdibujado por la siguiente administración. Para ello requieren una base de acuerdos lo más amplia y transversal posible, apuntar a construir una agenda de mínimos comunes y no una basada en el disenso y la polarización. Eso fue precisamente lo que el segundo gobierno de Michelle Bachelet nunca entendió: confiados en que la mayoría de centroizquierda era una constante histórica, impulsaron un programa de cambios sin considerar a la otra mitad del país, apostando a la anulación de ese Chile que pensaba distinto y no a su inclusión.
Hoy el Chile negado por las reformas de Bachelet la derrotó política y electoralmente, confirmando que haber visto a la alternancia de 2010 como una “anomalía” fue parte de los muchos errores de diagnóstico cometidos por la centroizquierda tras su primera derrota. Ahora será necesario asumir que la alternancia forma parte de los grandes cambios socioculturales vividos en el país en las últimas décadas; y afortunadamente todos, sin excepción, tendrán que aprender a convivir con ella.

Publicado en La Tercera.

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