Uno de los grandes mitos historiográficos dice relación con la supuesta "excepcionalidad" de la política chilena cuando se la compara con el resto de los estados latinoamericanos. Desde que en la década de 1840 un grupo de exiliados argentinos planteara que Chile poseía una institucionalidad particularmente ordenada y próspera, el "excepcionalismo" se convirtió en uno de los focos principales de los estudios publicados en o sobre Chile. La economía y el sistema político fueron vistos como modelos a seguir al menos hasta 1973, cuando la "excepcionalmente" ordenada democracia chilena colapsó a manos de los militares. El mito renació a fines de la década de 1980, al retornar el país a la democracia mediante una transición pacífica.
Como todos los mitos, el de la "excepcionalidad" chilena tiene algunos visos de plausibilidad, aunque mucho también de exageración. Si hiciéramos una comparación institucionalista, concluiríamos que, a diferencia de Argentina o Perú, Chile no tuvo grandes caudillos en el siglo XIX y que, en consecuencia, el sistema político chileno fue más estable que el de sus vecinos. Sin embargo, esta comparación adolece al menos de dos problemas. En primer lugar, parte de la premisa que todo estudio comparativo debe encontrar un "ganador" y un "perdedor". En segundo lugar, y más importante, asume que los conflictos experimentados por generaciones de chilenos obedecieron a piedras marginales en el camino, cuando lo cierto es que la política chilena ha sido (y es) profundamente contenciosa.
Esto es lo que nos recuerda el último libro del historiador Joaquín Fernández, "Regionalismo, liberalismo y rebelión. Copiapó en la Guerra Civil de 1859" (RIL, 2016). A través de un detallado estudio de archivo, Fernández reconstruye las disputas entre Santiago y el norte chileno y que, con el paso del tiempo, derivarían en una cruenta lucha armada. El autor propone — acertadamente, a mi manera de ver— que la "excepcionalidad" chilena debe ser matizada ante el incontestable hecho de que el país sufrió cinco guerras civiles durante el siglo XIX (contando la revolución de independencia), señal inequívoca de que la política se disputaba no sólo en los salones del Congreso o del Ejecutivo, sino también en el campo de batalla. Los golpes de Estado en el siglo XX dan cuenta, a su vez, de que la tesis de la "excepcionalidad" chilena tampoco es del todo acertada para comprender la denominada política de masas.
Por supuesto, no se trata (y Fernández no lo hace) de cambiar un mito por otro, como si los historiadores en la actualidad necesitaran despojarse de las visiones de sus antepasados para hacerse un lugar en la academia. Más bien, se trata de cuestionar el voluntarismo de cierta historiografía nacionalista que, lejos de ayudar a comprender lo que estudia, complica o enreda más la interpretación del pasado.