La controversia generada por la exitosa irrupción de Uber en el mercado chileno pone de relieve un problema más grande: que el aparato público entrega respuestas aparatosas para cuestiones que requieren mirada estratégica y flexibilidad.
No se trata solo de Uber o Cabify. Es la tecnología la que derrite las trabajas de todo lo institucional y lo burocrático para consolidar transacciones colaborativas. Pasó con Napster y el intercambio de música persona a persona. Los sellos discográficos perdieron tiempo dando una pelea judicial y se les metió en el camino un grupo de nuevas empresas que ofrecían música a bajo costo como Spotify, generando un nuevo mercado.
No es que los usuarios de Uber disfruten con fastidiar al taxista que paga $10 a $12 millones por un permiso de trabajo. Es más sencillo: quieren un servicio que se ajuste a sus necesidades, lo que no es mucho pedir en una economía de mercado.
Mientras eso ocurre, el Ministerio de Transportes y Telecomunicaciones se apega a la lógica de la extinta tienda de videos Blockbuster (“con pagar los derechos es suficiente”).
Un apego a lo legal que esconde un doble estándar: la compra de permisos de taxis en el mercado negro. La paradoja es mayúscula, olvidan que sus dos misiones son asegurar transporte de calidad y tecnología que comunique.
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