Estado de excepción

19 de Febrero 2017 Columnas Noticias

Para el filósofo y jurista alemán Carl Schmitt, el “estado de excepción” constituye el núcleo de la teoría política, ese momento único y singular donde el derecho queda suspendido, y la capacidad de decisión que define al poder se ejerce sin ningún contrapeso normativo. En rigor, para Schmitt el soberano es precisamente “aquel que decide sobre el estado de excepción”, razón por la cual determinar en qué circunstancias las atribuciones de la autoridad y los derechos civiles de los ciudadanos deben y pueden ser suspendidos, es una cuestión particularmente sensible.

En Chile, la Constitución que nos rige es a este respecto bien precisa: los estados de asamblea, en caso de guerra exterior, y de sitio, en caso de guerra civil o grave conmoción interna, los declara el Presidente de la República con acuerdo del Congreso Nacional. En los casos de catástrofe y de emergencia, el Ejecutivo no requiere del acuerdo del Congreso, salvo cuando el primero se prolonga por más de un año, y el segundo, cuando el Presidente considera que es imprescindible prorrogarlo de manera sucesiva más de una vez.

Al calor del desastre provocado por los recientes incendios forestales, un grupo de parlamentarios de la UDI ha planteado su intención de presentar una reforma constitucional para que el Congreso pueda declarar los estados de excepción sin contar con el concurso del Ejecutivo. Una pretensión sin duda compleja y polémica, que de algún modo debilita los fundamentos de nuestro régimen presidencial y, más aún, busca hacerlo en un momento en que los partidos y las cámaras del Parlamento se encuentran en un cuadro de desprestigio y pérdida de legitimidad enormes. Así, en base a lo que la ciudadanía ha podido observar en los últimos años en los debates parlamentarios, en las interpelaciones y acusaciones constitucionales, cabe con razón preguntarse si estamos de verdad en condiciones de traspasar la decisión “soberana” sobre los estados de excepción a un poder legislativo con el actual grado de deterioro en el ejercicio de sus funciones.

En los hechos, parece hoy una iniciativa de la más alta irresponsabilidad, que socava las bases del presidencialismo sin pasar por una discusión seria y serena sobre el estado actual de nuestro régimen político. Y que busca, a su vez, poner bajo el fuego de las rencillas que a diario se observan en el Congreso uno de los aspectos más delicados de nuestra institucionalidad. En efecto, ya es lo suficientemente grave el deterioro político que vive el país como para que los parlamentarios pretendan hacerse cargo, además, de una facultad que el ordenamiento jurídico solo entrega al Presidente de la República, y cuya modificación alteraría, entre otras cosas, la actual dependencia y subordinación de las FF.AA. al poder ejecutivo.

En rigor, no es la instancia ni están los tiempos como para que una bancada quiera ahora debatir si el Congreso puede decretar los estados de excepción sin pasar por la autoridad presidencial. Más bien, es el misil que faltaba en la línea de flotación de un sistema político severamente cuestionado por la forma en que hoy se ejercen los poderes públicos; un “gustito” de verano afortunadamente inviable, pero que expone a cabalidad cómo los mínimos márgenes requeridos para una política responsable siguen socavándose.

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