El travestismo intelectual de los liberales anti-LGBTI

28 de Julio 2017 Columnas

No es infrecuente encontrarse con casos en que la pertinencia o aplicabilidad de un principio general a un problema concreto resulta controvertida. Con todo, existen aplicaciones e interpretaciones verosímiles e inverosímiles. Supongamos que el principio que dice que “todos tienen derecho a vivir del modo en que prefieran mientras con ello no impidan el derecho equivalente de los demás” es verdadero. Si así fuera, y el lector tuviera que decidir acerca de la extensión de la libertad sexual a partir de ese principio, ¿cuál cree usted que sería su decisión? Jeremy Bentham y John Stuart Mill, por ejemplo, no lo dudaron y defendieron vigorosamente la libertad sexual, también de las mujeres y de quienes hoy llamamos “homosexuales”. Después de todo, ¿en qué sentido podría decirse que las relaciones consentidas entre adultos perjudican la libertad de otros?

Sin embargo, la idea, digamos, “tradicional”, entiende que existe un daño, pero no a terceros, sino a un orden cósmico o natural peculiar que debería ser preservado incluso a través de la coacción. Cuando esta idea percola en la opinión pública, no es raro que aliente, además, la idea de que existe una conexión entre las transgresiones de ese supuesto orden cósmico-moral y los fenómenos físico-naturales. De esta suerte, los terremotos, los huracanes y otros azotes parecidos serían consecuencia de dichas transgresiones. Castigos, en una palabra. Y el hecho de que esta idea sea peregrina no obsta a que sea persistente. Piense el lector en cuánto se insistió en una época en que el sida era, precisamente, un castigo de Dios.

Pero si se renuncia a la idea de que existe un orden natural que, además, debe ser resguardado a través del derecho penal, ¿qué razón podría tener alguien para oponerse al reconocimiento de las libertades sexuales?

Desde una perspectiva liberal, ninguna. Existen otras perspectivas, obviamente, que coinciden en este punto con el liberalismo, pero no quiero detenerme en ellas. Me quiero detener, en cambio, en las perspectivas pretendidamente liberales que han levantado un verdadero frente contra la comunidad LGBTI (lesbianas, gays, bisexuales, trans e intersexuales), pues esas perspectivas pretenden llevar el liberalismo al estado en que se encontraba antes de Bentham y Mill. ¿Cómo operaría este retroceso? Evidentemente, del único modo en que sería posible oponerse a la libertad sexual desde una perspectiva liberal: diciendo que las conductas sexuales y los estilos de vidas de otros producen daños a terceros.

Pero no es fácil dar plausibilidad a esa afirmación y por eso los, digamos, liberales anti-LGTBI, construyen un caso para demostrar que ese daño existe y es real. Ese caso se puede resumir del siguiente modo: existe un movimiento internacional de inspiración marxista (o al menos de izquierda radical) que buscaría destruir a Occidente e imponer una “dictadura rosa” a través de un discurso que pretende ser filosófico-científico, pero que en realidad es ideológico: la llamada “ideología de género”.

Toda esta construcción es ridícula (desopilante, incluso, si no hubiera ganado súbitamente tanta notoriedad) y es prueba de que, además de las interpretaciones verosímiles, existen las lecturas tendenciosas y las construcciones descabelladas que son el resultado de la “conspiranoia” o de la mala fe.

No me referiré a cada uno de estos puntos, cuya refutación tomaría demasiado tiempo (por ejemplo, demostrar las interpretaciones absurdas o mal intencionadas que se hacen de Michel Foucault o de Judith Butler, autores que propician una legítima libertad sexual de los individuos). No me referiré tampoco al problema de la libertad de expresión, pues la doy por descontada (al respecto, remito al lector a la columna de Daniel Loewe que defiende la existencia de esta libertad). Aquí, insisto, sólo quiero llamar la atención acerca de algunas cuestiones que me parecen las más graves y reveladoras de lo que aquí he llamado “liberales anti-LGTBI”.

La primera se refiere a los errores conceptuales, categoriales, en que incurren constantemente los detractores de los movimientos por la diversidad sexual. Confunden constantemente sexo, orientación sexual e identidad de género. Algunos, de hecho, no parecen siquiera llegar a entender la distinción. Seguramente por eso no parecen creerles, sencillamente, a sus contradictores LGBTI (y particularmente a los trans) cuando les dicen que su identidad de género es diferente de su sexo biológico. Quizás simplemente no pueden creerles y por eso los tratan como si su empeño en expresar un género distinto al biológico no fuera otra cosa que un capricho. Un capricho del que, además, serían cómplices, en ciertos casos, los padres de los menores trans.

La segunda es la constante confusión entre el aspecto médico y el aspecto moral. Una conducta no puede ser inmoral y producto de una enfermedad al mismo tiempo y respecto de lo mismo. La homosexualidad y la transexualidad o son enfermedades o son vicios, pero no ambas cosas a la vez. Si los liberales anti-LGBTI fueran más perspicaces, podrían llegar a sospechar que esta confusión es un indicio de que tal vez no son ninguna de las dos.

Supongo que todo lo anterior está conectado, a su vez, con la creencia de que la orientación sexual y la identidad de género de las personas LGBTI son contagiosas. Esto es extraño y seguramente se sigue del hecho de que crean que dichas orientaciones e identidades son viciosas, productos del desenfreno y la licencia.

Este último punto es muy importante, pues es utilizado para sostener que la estrategia del nuevo “totalitarismo rosa” es confundir sistemáticamente a los niños acerca de su propia identidad sexual y de género. El eslogan “no te metas con mis hijos”, o “con mis hijos no”, refleja este presupuesto del contagio, que autorizaría en definitiva a resistir (a título de legítima defensa) la libertad sexual de otras personas.

Todos estos supuestos remiten, sin embargo, a la concepción esencialista de la sexualidad a la que me referí al principio, y de la que se pretenden custodios los conservadores. Pero mientras estos últimos pueden defender sin más la necesidad del castigo de las conductas que consideran (gravemente) inmorales, los “liberales anti-LGBTI” no pueden, pues en teoría no están a favor de que el Estado persiga estilos de vida que resultan inocuos para los demás. De ahí la necesidad de la teoría conspirativa.

Los liberales anti-LGBTI emplean la palabra “travesti” para referirse de modo peyorativo a las personas trans. Con ello quieren negar, evidentemente, la posibilidad misma de la transexualidad e insinuar que no se trata de algo más que de una farsa o suplantación. Sin embargo, parece más justo decir que el único travestismo que existe en todo esto es el de los “liberales” anti-LGBTI, que intentan pasar de contrabando el viejo discurso tradicional y esencialista en contra de las minorías sexuales bajo las banderas de la libertad individual.

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