El derecho a morir

9 de Marzo 2018

No es primera vez que se toca el tema, pero parece que esta vez la discusión de la eutanasia va en serio. Ya era hora. Las razones que se esgrimen para oponerse a ella son dignas de consideración democrática, pero difícilmente resistirán el embate de los argumentos a favor de una muerte digna para enfermos terminales o aquejados por dolores insoportables que hayan manifestado inequívocamente su intención de morir. No es casualidad que la propuesta venga de un diputado del renacido Partido Liberal. Los argumentos a favor de la eutanasia son típicamente liberales. Por un lado, está la idea de autonomía personal; sobre nuestros cuerpos, escribió Stuart Mill, somos los únicos soberanos. Ahí radica el corazón del proyecto liberal: es la consciencia individual -no la de la sociedad o del Estado- el último tribunal normativo. Por el otro, está la idea de que el poder político no puede exigir a ningún ciudadano deberes heroicos o de sublimación. Las religiones tienen todo el derecho de sostener que la mortificación nos hace mejores personas o nos acerca al creador. Pero no las democracias liberales, donde las cruces se cargan voluntariamente. Es el mismo argumento que se desplegó para aprobar el aborto en tres causales: hay ciertas cargas que no podemos poner a la fuerza sobre los hombros de nuestros compatriotas sin afectar gravemente el principio de igualdad. Finalmente, está la idea de empatía -aquella que Adam Smith llamaba simpatía y que consiste en ponerse en el lugar del otro. Es justamente porque nos duele el dolor ajeno que nos resulta de una crueldad inaudita extenderlo indefinidamente ante la convicción médica de que no habrá recuperación en el horizonte.

No todos piensan igual. Desde su tribuna mercurial -que comparte en contienda desigual con Carlos Peña- el filósofo del derecho Joaquín García-Huidobro ha señalado que es una rareza eso que para ser liberal haya “que promover la posibilidad de matar a la gente antes de su muerte natural”. García-Huidobro, catedrático de la principal universidad del Opus Dei en Chile, prefiere el puritanismo moral de los liberales clásicos y el anti-relativismo de los imperativos categóricos kantianos. No es extraño que los intelectuales católicos tengan debilidad por el liberalismo de Kant. Su contemporáneo Arthur Schopenhauer decía que Kant se parecía al tipo que todas las noches saca a bailar a una hermosa enmascarada, seguro de que se trata de un excitante amorío, sólo para darse cuenta al final de la velada que se trata de su esposa. Es decir, Kant estaba seguro de estar fundando una ética nueva, solo para descubrir que se trataba del viejo cristianismo con antifaz. (Rupert Holmes cuenta una versión actualizada de la historia en su canción sobre la piña colada).

Lo que llama la atención es que García-Huidobro omita que prácticamente todo el panteón del liberalismo contemporáneo se ha pronunciado a favor de la permisibilidad tanto del aborto como de la eutanasia. John Rawls -que construye su teoría sobre premisas kantianas- polemizó con el filósofo comunitarista Michael Walzer por la eutanasia. Sobre el aborto, escribió que las mujeres debían tener derecho a terminar su embarazo durante el primer trimestre, precisamente porque su derecho a la igualdad política prima por sobre las demás consideraciones. Ronald Dworkin, el otro gigante del liberalismo anglosajón, le dedicó un libro completo al aborto y la eutanasia. Aunque su argumento es distinto al de Rawls, su conclusión es la misma: ambos deben ser legales. Lo único raro en este debate es que García-Huidobro no conozca el estado del arte en la materia y pensara que el liberalismo se quedó pegado en las pelucas que reconoce añorar. Salvo, por cierto, que coincida con el juicio de su colega pontificio José Joaquín Ugarte, que lleva semanas ninguneando a Dworkin a través de cartas al director. No me extraña de Ugarte: fui su estudiante y por poco me hizo creer que no existía conocimiento filosófico digno después de Tomás de Aquino. Por poco.

Evidentemente, que la eutanasia sea una causa liberal no la hace por sí misma una buena causa. Sostener, a-la-Piñera, que sólo Dios puede dar y quitar la vida, es legítimo. Pero tendrán que mejorar sus argumentos si quieren vencer en la deliberación democrática. Tal como en el caso del aborto, la alternativa que han propuesto es la del acompañamiento. José Antonio Kast ha sostenido que la culpa de todo la tiene el Estado por el abandono (¿?) en que se encuentran los enfermos terminales. Puede ser que alguno alivie sus dolores físicos con el bálsamo espiritual del abrazo sacerdotal. Pero pretender que ésa sea la solución para todos es desconocer el pluralismo ético de las sociedades modernas. Si el argumento es el valor intrínseco y absoluto de la vida humana -su santidad, como diría el propio Dworkin- entonces resulta contradictorio que sea a costa de someter vidas particulares al suplicio de un dolor insoportable y humillante, a una vida de miseria y sufrimiento indescriptible. Kast agrega que el argumento de la libertad no vale pues la persona que sufre no es libre. En cierto sentido, eso es correcto: el dolor esclaviza. Pero en lugar de romper las cadenas, la receta de Kast es obligar a soportarlas.

Por tanto, al igual como en el caso del aborto, lo que corresponde es dotar a la comunidad médica de los procedimientos y certidumbres necesarias para que en ciertos casos -que siempre serán excepcionales pues la tendencia es aferrarse a la vida- puedan ayudar a las personas a concluir sus días en forma digna.

Publicado The Clinic.

 

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