Conciencia de clase

20 de Diciembre 2017 Columnas

Pensamos que se trataba de un exabrupto, una salida de libreto, una Piñericosa. ¿De qué otra manera podía interpretarse que un candidato presidencial pusiera en duda la limpieza de los procesos eleccionarios de un país que se ha ganado su buena reputación al respecto? Un par de míseros votos marcados son anecdóticos, no bastan -ni de lejos- para montar una sospecha sobre el resultado. Pero ahí estaba Sebastián Piñera insuflándole vida a la nada misma. Días después fue José Antonio Kast, el francotirador más efectivo de la derecha, quien dijo no abrigar dudas respecto de la posibilidad de que les robaran la elección. Con esas letras. Con ese talento que tiene para que las barbaridades que salen de su boca no parezcan tan bárbaras.

En los días previos a la segunda vuelta, la infame denuncia ya no parecía un error sino un acierto. Cundió el temor en las huestes piñeristas y la derecha social -no la de Ossandón, sino la de clase- se movilizó con un sentido de urgencia pocas veces visto. El miedo puede ser paralizador, pero también puede ser un motor para la acción política, tan poderoso como la rabia, la culpa o el sentido del deber. El miedo fue el combustible perfecto para energizar a los miles de apoderados que descendieron de las tres o cuatro comunas del barrio alto para desplegarse por la larga y ancha ciudad. Un taxista me comentó que fue apoderado de Guillier en San Joaquín, su comuna. Su par piñerista era un joven capo que venía de Lo Barnechea. Más allá de lo evaluativo, la diputada Cariola no miente cuando señala que vio en Recoleta una gran cantidad de personas “que no había visto nunca, de pelo muy rubio”. Mi mejor amiga vive en Las Condes y cuidó los votos de Piñera en La Granja. En varios de mis grupos de WhatsApp se hacían llamados desesperados a acudir a tal o cual colegio porque “la cosa está peluda”. Otra amiga comentó que, asunto curioso, ni a ella ni a su marido le tocaron votos previamente marcados. Repito: que no estaban marcados. Lo consideró digno de ser contado, porque en su imaginario era normal que ocurriera lo contrario.

Lo mismo con #Chilezuela. Lo que pareció una exageración de la diputada electa Erika Olivera se instaló en la campaña: si gana Guillier, bajo la pérfida influencia del Frente Amplio, Chile se irá derechito al despeñadero bolivariano. En ese contexto de polarización, quizás no fue un lapsus de Piñera comparar a su templado y grisáceo rival con ese energúmeno tropi-autoritario que es Nicolás Maduro. Concedamos que Guillier no ayudó mucho con sus metáforas sobre meter la mano en bolsillos que no hacen patria. Pero no se requiere un título en política comparada para reparar en lo descuadrada de la analogía. Los promotores de la campaña del terror desde la derecha –también la hubo desde la izquierda- ignoraron olímpicamente las enormes diferencias que tenemos con la Venezuela chavista en términos institucionales. Partiendo por el hecho fundacional del proceso chavista: una elite local que se abstiene de participar y renuncia a la contienda democrática. Nuestra elite, en cambio, se jugó la vida el pasado domingo.

Es una perogrullada académica observar que las comunas más ricas votan más que las más pobres cuando el voto es voluntario. Las razones suelen apuntar al diferencial en años de escolaridad: a mayor educación, mayor participación. En lenguaje sencillo, los ricos sienten que la política es una conversación propia mientras los pobres la perciben ajena. En promedio, un joven de colegio particular pagado aprende a discutir de política en la mesa y, si las circunstancias lo ameritan, comenta las elecciones con sus compañeros. En promedio, un joven que vive en la marginalidad no le dedica un minuto de su tiempo a ese país paralelo que transcurre fuera de su campo visual y sólo se apersona cada cuatro años en la feria regalando bolsas o calendarios. No llama la atención que en Vitacura haya sufragado un 73% del padrón mientras en La Pintana lo hizo apenas el 37,3%.

Las causas de la holgada victoria de Piñera son múltiples y acá no pretendo reducirlas. Pero es imposible soslayar que una de ellas está vinculada a lo que los marxistas llaman conciencia de clase. La derecha social y cultural chilena –aquella que vive en el distrito 11 pero también, por extensión, la del aspiracionalismo que los progresistas despectivamente identifican con el “facho pobre”- percibió en las últimas semanas que lo que estaba en disputa era demasiado importante como para restarse. Probablemente, la mayoría del electorado que marcó Piñera no lo hizo azuzado por el terror de una nueva UP sino legítimamente persuadido de sus aptitudes para promover crecimiento, empleo y seguridad. Lo que parece innegable es que la derecha dura -esa que coreó “Chile se salvó” en Plaza Italia- activó sus mecanismos defensivos como animal bajo amenaza e irradió un sentimiento de emergencia que fue tan contagioso como efectivo: #Chilezuela fue grito y plata en el sector oriente.

No es motivo de vergüenza reconocer el miedo como elemento movilizador. Tampoco lo es reconocer conciencia de clase. Marx confiaba en que el proletariado despertaría de su letárgica alienación para caer en cuenta que sus intereses eran antagónicos a los dueños del capital. Es razonable que los dueños del capital -o lo más parecido a ello que tenemos- hagan lo mismo.

Publicado en The Clinic.

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