Complicaciones de dos hombres de estado

17 de Febrero 2016 Noticias

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Hablar de Pablo Longueira (UDI) y de José Miguel Insulza (PS) es hablar de dos políticos de fuste que han sido importantísimos en la historia reciente del país. Ambos han prestado servicios desde distintas posiciones de relevancia y prestigio. Entre ellos existe, además, una relación de mutua admiración y respeto. A principios del gobierno de Lagos, Longueira adoptó el rol que en los noventa tuvo Allamand y se transformó en el articulador de los acuerdos entre el oficialismo y la oposición. Desde La Moneda, su contraparte fue el Pánzer Insulza. La leyenda –algo exagerada- cuenta que entre ambos salvaron la democracia cuando los escándalos del MOP-Gate tuvieron al sistema político entre las cuerdas.

No debería sorprender, por tanto, que el repatriado Insulza –que presta nuevos servicios a como agente chileno ante La Haya- salga a defender a Longueira frente a los ataques que últimamente ha recibido el prócer gremialista por sus confusas actuaciones en la bifurcación entre dinero y poder. Según Insulza, nos estamos olvidando que Longueira es un estadista que actúa por el bien superior de la nación. Curiosamente, hace pocas semanas se lanzó un elogioso libro biográfico sobre el propio Insulza, que lleva por título “Hombre de Estado”.

¿Qué le pasa entonces a la malagradecida ciudadanía que se atreve a levantar sospechas sobre la nobleza y la visión de estos hombres de estado? ¿Qué le pasa a esa gente descreída que, como señalara Daniel Mansuy, no está ni siquiera dispuesta a “honrar los servicios rendidos”? No cabe duda que tanto Longueira como Insulza añoran tiempos que fueron mejores para su reputación. No entienden tanta insolencia, no comprenden esta caza de brujas. A fin de cuentas, ellos recuperaron la democracia y condujeron la transición más exitosa de América Latina, ¿no?

El problema de los hombres de estado es que se consideran a sí mismos lo que Bertold Brecht llamaba “imprescindibles”. Pero esa virtud impide darse cuenta que a veces llega el momento de decir adiós. Si la generación de la transición hubiese comenzado a soltar el poder hace unos años, el tránsito habría sido menos traumático. Se les dijo en todos los tonos que había llegado la hora de darle tiraje a la chimenea. No se dieron por aludidos. La mayoría todavía no lo hace. Porque el poder es adictivo. Eso explica por qué una persona como Longueira, que tuvo que abandonar una carrera presidencial en condiciones dramáticas –apelando a su salud física y mental- no se pudo aguantar doce meses y volvió por sus fueros a cocinar la reforma tributaria como una especie de bróker político. Eso explica por qué Insulza todavía no cierra la cortina de sus propias aspiraciones presidenciales. Porque son hombres de estado, más allá de los egoísmos partisanos, pero también más allá del implacable avance del tiempo y sus circunstancias.

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